jueves, 18 de noviembre de 2010

Textos heréticos de Enrique Krauze: Entre la historia y la extravagancia


Introducción.    


Filósofo, teórico de la política e historiador de las ideas, Isaiah Berlin fue libertario sin asomo de anarquismo, y adherente al pluralismo de las ideas y los valores. No por esto aceptó ideologías en su forma extrema; repudió, muy especialmente, “la creencia fanática en una vida perfecta aliada al poder político o militar”-

Por confesión propia, Berlin tuvo un estímulo importante en su vida, para investigar y publicar sus ideas: sus enemigos ideológicos. Poco quería saber de aquellos escritos con los que concordaba, pues para él carecía de interés: 

“es aburrido leer a los aliados, a quienes coinciden con nuestros puntos de vista. Más interesante es leer al enemigo, al que pone a prueba la solidez de nuestras defensas”. (Cit. En Mario Vargas Llosa, Sabio, Discreto, Liberal; en Isaiah Berlin. La mirada despierta de la historia; Ed. Tecnos, Madrid 1999, p.48).

Coincido con esta idea de Berlin, pero, en mi caso, se agrega la satisfacción de ir a la guerra de las ideas, con la intención de minar al enemigo de posiciones a mi parecer, injustas, insostenibles, o simplemente dudosas. 

Este escrito representa mi reacción ante un enemigo, Enrique Krauze, que suscribe la idea de un Federico Nietzsche vinculado al movimiento nazi, en las antípodas de lo expresado por Don Ernesto de la Peña, quien lo calificara de “alma noble”. 

Otros temas abordados por el historiador, en mi opinión con ligereza, constituyen el campo global de batalla de este escrito. 

Espero sea de interés para algunos, y que incite a profundizar en ellos. Nada me sería más gratificante. 


Historia e Idealismo 

El connotado historiador mexicano Enrique Krauze, afirma en un pequeño libro, que la I Guerra mundial se había originado más bien por el “lujo, la abundancia y el sopor de la paz que [por] un peligro unilateral y localizado" (Textos Heréticos; Ed. Grijalbo, México, 1992, p. 185).  Muy pocos historiadores estarán de acuerdo con esta visión de la Europa de la pre-guerra: una Europa enriquecida y hastiada. En realidad Europa estaba lejos de ser lo que afirma el historiador. 

Desde la unificación de Alemania en 1871, el resto de las grandes potencias percibió el hecho como una amenaza a su seguridad. El primer ministro británico, Benjamín Disraeli, señaló que la fundación del imperio alemán constituía una grave amenaza y que “en su opinión los peligros a futuro eran incalculables” (Hagen Schulze, Germany. A New History; Harvard U. Press, Canadá, 1998, p.163).
El historiador Erich Kahler ha justificado los temores de Disraeli. En su opinión, el surgimiento de Alemania “significaba….una nueva clase de poder, alarmantemente eficaz, de un nuevo sistema que, desde un principio, desafiaba al sistema del mundo occidental”. (Historia Universal del Hombre; F.C.E., México 1988, p.454). Sin embargo, la paz se mantuvo por más de 40 años, en parte debido a Bismarck, que procuró y logró dar la impresión contraria a Inglaterra, Rusia y Francia, para evitar lo que llamó “la pesadilla de las coaliciones”. 

En 1878 se llevó a cabo el Congreso de Berlín, con la participación de Austria, Gran Bretaña, Francia y Rusia, para abordar el problema del avance militar de esta última, sobre Bulgaria y el imperio Otomano. Bismarck fue elegido para persuadir a Rusia a modificar voluntariamente el tratado de San Estéfano, “para restringir la expansión rusa a costa de Turquía y Austria” (Steven Ozment, A Migthy Fortress. A New History of German People:
 
Perinneal , New York, N.Y., 2005 p.221). La diplomacia de Bismarck y los acuerdos logrados hicieron que el canciller abandonara el congreso como una especie de héroe que había preservado la paz.
Sin embargo, en 1888 asciende al trono Federico Guillermo II, quien hace renunciar a Bismarck dos años después. Su política es desastrosa pues impulsa el militarismo y la expansión colonial, convirtiendo a Alemania en una amenaza para Europa. Las palabras que dirige Federico Guillermo I I  a sus soldados en 1892, no solo son testimonio irrefutable de los “vientos de guerra” de la época; también prefiguran los discursos demenciales de Hitler:
“¡Soldados, habéis jurado fidelidad hacia mí delante del altar y del ministro del Señor!... Me habéis jurado fidelidad, mis ángeles custodios; y eso significa que sois ahora mis soldados, que os habéis entregado a mí en cuerpo y alma… En estos días de sedición socialista, puede que llegue a suceder que yo os ordene disparar a vuestra familia, vuestros hermanos o incluso contra vuestros padres y madres. ¡Dios no lo quiera! Pero hasta en eso estáis obligados a obedecer mis órdenes sin rechistar “ (Cit. En Isaiah Berlin. La mirada despierta de la historia; Ed. Tecnos Madrid 1999, 240-241).

El tratado de alianza entre Alemania y Rusia no fue renovado por el Kaiser en 1905, lo que provocó un acercamiento entre Francia y Rusia, convirtiéndose en aliados defensivos. El crecimiento del ejército Alemán, el mayor de Europa a la vuelta del siglo, y de la armada, propició que Gran Bretaña y Francia firmaran la denominada Entente Cordial en 1904. Por su parte, Rusia y Gran Bretaña firmaron en 1907, un tratado que liquidaba sus rivalidades en el Cercano Oriente. Los peligros que hábilmente logró evitar Bismarck, reaparecían con mayor fuerza. 

La grave situación alcanzada, ya en 1905, la describe así el historiador Schulze: 

“El sentimiento de estar rodeados por poderes hostiles hizo surgir en los alemanes una empecinada determinación por avanzar ‘hoy más que nunca’, en una actitud que elevó el nacionalismo neurótico de las masas, a un tono aún mayor, tal como se reflejó en la creciente campaña de la liga Pan-Germánica. Los planes militares se ajustaron a la nueva situación. En 1905, el General en jefe, Conde Alfred Von Schlieffen comenzó a desarrollar una estrategia de guerra en dos frentes, la que ahora se consideraba inevitable” (Ib. P.187).

En 1914, la beligerancia alemana debía ser contenida por lo que  el conflicto balcánico se extendió rápidamente al resto del continente, validándose las alianzas previas. Se cumplían así los peores temores de Bismarck, y se reunían millones de hombres tras las banderas, en frenesí nacionalista generalizado. “Observadores menos emocionales se dieron cuenta de que había terminado una era, de que eran testigos de algo aterrador y sin precedentes” (Michael Burleigh, El Tercer Reich. Una Nueva Historia; Punto de Lectura, México D.F., 2005 p.73).

En otra reflexión acerca de la guerra en general, el historiador Krauze, señala qué, tanto el mandamiento de “no matar”, como ciertos pasajes de los Evangelios, habían inspirado al (sic) pacifismo de la tradición cristiana. Sin embargo, reconoció que teólogos como San Agustín y Santo Tomás “admiten que la guerra está justificada en algunos casos sobre todo cuando previene un mal mayor”. De hecho las masacres de las cruzadas, las guerras religiosas, y los horrores de la Inquisición, se fundamentan doctrinalmente en esta premisa, con lo que se evapora la “ inspiración pacifista” que pudiera inducir el mandamiento de “No matarás”. Bien visto, queda así justificado todo mal o daño que pudiera infligirse a persona alguna, en esta vida, en prevención de la pérdida eterna de su alma. 

Las guerras, y con mayor razón las guerras religiosas, impiden todo tipo de discernimiento racional sobre el mal mayor. Si la fe habla de un solo molino verdadero, es ahí, en todo caso, donde debe ser llevada el agua, lo que se opone ferozmente a toda otra fe que la reclama para sí. La fe, dice Nietzsche, no ha logrado todavía mover montañas, si en cambio ha logrado poner montañas donde no las había. De aquí que “el pacifismo de la tradición cristiana” deba ser tomado con grandes reservas. El filósofo y matemático francés Blas Pascal, de hecho no participaba del optimismo idealista del historiador mexicano. En sus Pensées, Pascal señala incluso lo opuesto, siendo él cristiano: 

“Nunca hacen el mal los hombres tan completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa”.

Otro pesimista de la condición humana y de su capacidad para discernir, dentro de una religión dada, el mal mayor, lo fue, sin duda, Sigmund Freud. En su obra El Futuro de una Ilusión (1927) conmovido profundamente por la masacre de la Gran Guerra, observa que: 

“Las religiones humanas tienen que ser clasificadas en el grupo de las  ilusiones masivas… No necesitamos aclarar que quien participa de una ilusión jamás le asigna ese carácter” (Cit. en Paul Johnson, Tiempos Modernos; Javier Vergara Ed. Buenos Aires, Argentina, 1988, p. 19).

La idea de la justificación por evitar un mal mayor ultramundano, en la tierra no es sino un espejismo peligroso, destructivo y criminal. San Agustín no sólo dio un gran paso hacia la “justificación” de la violencia. También aportó su grano de arena y su enorme autoridad, para mantener la tradición antisemita cristiana de dos mil años. Refiriéndose a los judíos, San Agustín hizo notar que llevaban el estigma de la “marca de Caín”, y que habrían de sufrir” la servidumbre merecida por aquellos que…llevaron al Señor a la muerte” (Robert Michael, Antisemitism and the Church Fathers; cit. En Marvin Perry y Federic M Schweitzer, Antisemitismo Mito y Odio de la Antigüedad al Presente; Palgrave Macmillan, New York, N.Y., 2002, p 32).

Los historiadores Perry y Schweitzer comentan otra aportación al antisemitismo cristiano, proveniente del fraile dominico Santo Tomás de Aquino, al atribuir a los judíos “más voluntad que ignorancia…en la comisión del deicidio”. Actuaron, dijo “por envidia y odio”.

Pero ¿qué es lo que no ignoraban los judíos? ¿Sabían acaso que Jesús era el Hijo de Dios? ¿Cómo se explicaría entonces que sabiéndolo pretendieran eliminarlo por “envidia y odio”? 

La raíz del antisemitismo cristiano está en los relatos de la pasión de Jesús, escritos más de cuatro décadas después de los acontecimientos. 

En particular, es de enorme relevancia la escena en la que a Pilatos supuestamente le tiembla la mano: “Soy inocente de la sangre de este hombre, véanlo por ustedes mismos”. “Entonces el pueblo como un todo respondió: ¡Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mateo 27:24-25). 

El Padre Raymond Brown, S.S. emite un juicio devastador sobre las posibilidades efectivas de este texto, a lo largo de los siglos: 

“Al comentar sobre este pasaje, uno no puede ignorar su trágica historia que ha inflamado el odio cristiano hacia los judíos”… “es una de esas frases que han sido responsables de océanos de sangre humana y de una interminable oleada de miseria y desolación” (The Death of the Messiah: From Gethsemane to the Grave. Cit en John Dominic Crossau, Who Killed Jesus?. Harper Collins 1996, prefacio X, Xi).

Como institución creada por el hombre, el cristianismo ha participado de las taras, locuras y debilidades del ser humano a lo largo de la historia. En el epílogo de de su libro Historia del Cristianismo, el historiador Paul Jonson describe esta perspectiva: 

“Como hemos visto, el prontuario de la humanidad con el cristianismo es bastante lamentable. El dinamismo que él desencadenó trajo masacres y tortura, intolerancia y orgullo destructivo en enorme escala, pues en el hombre hay una naturaleza cruel e implacable que a veces se muestra impermeable a las restricciones y las exhortaciones cristianas” (Ed. Javier Vergara; Buenos Aires, Argentina, 1989, p. 581). 

En el fondo resulta que numerosas exhortaciones, tenidas por “cristianas”, no lo eran tanto.

Una práctica recurrente y poco recomendable del historiador Krauze, consiste en poner en boca de “autoridades intelectuales”, palabras que nunca dijeron. Así comparte con ellos, los juicios glorificadores o condenatorios, así como su sensatez o su torpeza. Entre tales intelectuales, uno de sus favoritos es Bertrand Russell, quien, según Krauze, habría dado a Hegel tratamiento de héroe, si es que hubiera escrito “Los Ancestros del Comunismo”. Pero lo que realmente escribió Russell, fue “Los Ancestros del Nazismo”,  quien, señala Krauze, dio a Carlyle  “ un tratamiento de héroe nazi” (p. 218). 

Seguro al lado de tan “formidable” autoridad filosófica y desconocedor, tanto de los orígenes del nazismo, como de la filosofía de Nietzsche, Krauze se muestra confiado en su propio fallo y conclusión: 

“El corolario de la divinización del líder [por Carlyle] tendría en el siglo XIX un secuaz intelectual, Nietzsche, y en el siglo XX un secuaz político, Hitler” (p.218). 

La arenga de Federico Guillermo II a sus soldados es sólo una gota en el mar de antecedentes del nazismo, lejanos y próximos, en la historia “peculiar” de Alemania, que condujo al Holocausto. Tan peculiar (sonderweg), que ya eran evidentes para el poeta Heinrich Heine, las posibilidades destructivas de Alemania, casi un siglo antes de la Gran Guerra. A él se refirió Nietzsche en su obra Ecce Homo, en los términos más elogiosos posibles:

“El más elevado concepto del poeta lírico, me fue dado por Heinrich Heine. Busco en vano, en todos los ámbitos de la historia, Una igualmente dulce y apasionada música” (II, 4).

Pues bien, en tiempos de Luis Felipe, Heine lanza una advertencia a los franceses respecto a sus vecinos alemanes, quienes, según lo explica Isaiah Berlin, serían “acicateados por una combinación de recuerdos y resentimientos históricos, aunados a un fanatismo metafísico y moral, que caería sobre ellos, y arrancaría de raíz los grandes monumentos de la cultura occidental” ( Berlin, ob. cit. p.584). Heine explica así la furia que vendría: 

“… Sin restricción alguna, sea por miedo o avaricia… como los primeros cristianos a quienes ni la tortura física ni el placer físico podían quebrantar” (Ibid.).

Concluye Berlin siguiendo la idea de Heine: “… estos bárbaros intoxicados ideológicamente, convertirán a Europa en un desierto” (Ibid).

El historiador alemán Hugo Ball escribe en 1919, que hacia 1870, “En Alemania sólo había pedantes, soñadores y ambiciosos sin escrúpulos”. Es por esto que cita con “admiración y amor hacia Dostoievski... lo que en 1870 escribió a Maikov desde Dresden” (Cit. en Crítica de la Inteligencia Alemana, EDHASA, Barcelona 1971, p.304): 

“Son los profesores, los doctores y los estudiantes, y no el pueblo, quienes provocan la agitación y la algarabía. Un sabio de pelo blanco grita: ´tenemos que bombardear París´… A pesar de que pretendían siempre ser sabios, no por ello dejan de ser menos infantiles. Otra observación: el pueblo puede leer y escribir, pero a pesar de ello es increíblemente estúpido y está muy poco formado, muy limitado y dirigido por los más bajos intereses” (Ibid.). 

Nuevamente escribe Dostoievski en 1871: 

“Ellos gritan: ¡Nueva Alemania!´. Pero es precisamente al contrario. Ellos son una nación que ha agotado sus fuerzas, porque reconoce la idea de la espada, de la sangre y de la violencia. Esta nación no tiene la menor idea de lo que es una victoria espiritual, e incluso se ríe sobre el particular con una brutalidad soldadesca” (Ibid. p. 305). 

Los horrores que previó Heine iban tomando forma, pieza tras pieza, como rompecabezas que al concluirse muestra los campos de exterminio. El predicador de la corte Adolf Stoker, inmerso en el sentir de los alemanes de la época, también previó la catástrofe, pero desde la posición de los verdugos. Como nuevo Torquemada, señaló y amenazó a los supremos y eternos enemigos de la Nueva Alemania (1879):

“Si la judería moderna continúa como antes, empleando el poder de la prensa y del capital, para arruinar la nación, entonces la catástrofe es finalmente inevitable” (Cit. En Weaver Santaniello, Nietzsche, God and the Jews; State University of New York Press, 1994, p. 49). 

A los siglos de difamación del “pueblo deicida”, en cuatro décadas se agregarían nuevas calumnias, la de ser culpable por la derrota en la Gran Guerra (“la puñalada en la espalda”) y el ser responsable del avance del comunismo (“la judería bolchevique”). 

Ernst Krieck, importante filósofo del nacional socialismo, no se avino a los malabarismos ideológicos de otros promotores de Nietzsche dentro del movimiento Nazi. ¿Por qué? Simplemente lo leyó cuidadosamente antes de emitir un juicio, cosa notable, honesto: “En resumen: Nietzsche fue adversario del socialismo, del nacionalismo y del pensamiento racial. Si prescindimos de estas tres líneas intelectuales, quizás habría podido salir de el un nazi destacado” (Manfred Riedel, Nietzsche in Weimar, Ein deutsches Drama, Leipzig , 1997; cit. en Rüdiger Safranski, Nietzsche. Biografía de su Pensamiento, Tusquets, México, 2001, p. 364).

Las líneas intelectuales que señala Krieck, a más de la oposición al antisemitismo, son fácilmente apreciables en la obra y el epistolario personal de Nietzsche. Entonces, ¿qué fue lo que leyó Russell de Nietzsche?. Y, ¿por qué Krauze deposita toda su fe en él, sin el menor espíritu crítico y sin el más mínimo esfuerzo de investigación y acopio de evidencia?

En cuanto a ser “secuaz intelectual” de Carlyle, cabe preguntar: ¿ se puede ser secuaz intelectual de alguien al que se desprecia como historiador y como filósofo? También en Ecce Homo, Nietzsche protesta porque su Zaratustra ha sido entendido como representante, “precisamente de los valores a los que se opone”. Pero no sólo esto, continúa Nietzsche: 

“Otros doctos bovinos [scholarly oxen] han sospechado ahí de darwinismo. Incluso la ´adoración del héroe´ de ese falsificador inconsciente e involuntario, Carlyle, al que he repudiado tan maliciosamente, ha sido leída en él” (III, 1). 

            Señalar a Nietzsche como “secuaz” de alguien, ángel o demonio, es no conocer un ápice de su vida y de su personalidad. Es ampliamente conocido su rechazo y refutación a quien fuera su filósofo favorito, Schopenhauer, y también su rompimiento con su antes admirado y querido Wagner. Su vida y su filosofía no son sino un llevar a su límite la “independencia de espíritu”, tal como el mismo lo define en su obra Ecce Homo (Humano): 

“Un espíritu que ha llegado a ser libre , que ha vuelto a tomar posesión de si mismo”.

En su libro, The Coming of the Third Reich, el historiador Richard J. Evans ofrece una imagen de Nietzsche radicalmente diferente a la de Russell- Krauze: 

“Nietzsche fue un vigoroso oponente del antisemitismo, fue profundamente crítico de la vulgar adoración del poder y el éxito, que era resultado (en su opinión) de la unificación de Alemania, por medio de la fuerza militar en 1871, y sus más famosos conceptos, tales como ´la voluntad de poder´ y el ´súperhombre´ fueron elaborados por él para ser aplicados a la esfera del pensamiento y las ideas, no a la política o la acción. Pero la potencia de su prosa dio cabida a que tales frases fueran reducidas a fáciles slogans, desprendidos de su contexto filosófico, y aplicados en forma que él hubiera desaprobado enormemente” (Penguin Books, 2005, p. 39). 

Otro tema de interés para el “herético historiador” Krauze, es el de la función o papel que desempeñan los “grandes hombres” en la historia. Para abordarlo trae a colación la que denomina “parábola” de Tolstoi; se refiere a ella pero no la explica. 

Para Tolstoi, tal como lo expresa Isaiah Berlin, en su obra The Proper Study of Mankind, la vida de los seres humanos está determinada según las leyes de la naturaleza, “pero los hombres, incapaces de afrontar este proceso inexorable, buscan representarlo como una sucesión de actos deliberados, a fin de fijar responsabilidades por lo que ocurre”, según lo comenta Isahia Berlin. (The Proper Study of Mankind; Farrar, Straus and Giroux, New York 1998, p. 456).  ¿Que son, entonces, los grandes hombres de la historia? De acuerdo con Tolstoi, son seres comunes y corrientes, continúa Berlín, pero tan vanidosos e ignorantes como para atribuirse la responsabilidad de conducir a la sociedad. 

Tolstoi los compara con un carnero que ha sido puesto a engorda por el pastor, para ser llevado posteriormente al matadero. La consecuencia, explica Berlín, es que “fácilmente se imagina que es el líder del rebaño, y que los otros borregos van a donde van, únicamente por obediencia a su voluntad” (Ibid. 457). 

Sobre este tema y con no mucho respeto por las fuentes, una vez más Krauze pone palabras suyas en boca de una autoridad intelectual, en este caso, Isaiah Berlín ¿Qué diría Berlín, pregunta Krauze, de la “parábola” de Tolstoi sobre los “grandes hombres” de la historia? Pues que “los hombres no son equiparables a un rebaño de carneros (p.211). 

No aporta nada la obviedad de la respuesta, pero sí evade el punto esencial de la argumentación de Tolstoi: la ignorancia de los grandes hombres que les impide “reconocer su propia insignificancia e impotencia en el flujo cósmico, que prosigue su curso, al margen de su voluntad y sus ideales” (p.456). La condición humana sería esencialmente la de Edipo. Concluye Berlin que “para Tolstoi, Napoleón es tal carnero… y ciertamente todos los grandes hombres de la historia” (Berlín p. 457).

Compartimos con el reino animal características importantes, que para bien o para mal, nos hacen ser como somos. De hecho se ha dicho que en el diván del psicoanalista se recuestan tres individuos: un reptil, un mamífero superior y un hombre. Tal vez una declaración de Albert Einstein, de su época de estudiante en Múnich, permita una mejor comprensión de la idea: 

“Quien encuentra placer en marchar en filas apretadas al son     la música es para mí, de entrada, un objeto despreciable. Solo por inadvertencia ha recibido un cerebro, ya que hubiera tenido bastante con la médula espinal…” (Cit. En Gerard Bonnot, Han Matado a Descartes. Einstein, Freud, Pavlov; Ed. Guadarrama, Madrid 1973, p. 64). 

Tiene razón Nietzsche cuando afirma que quien propone valores, no conoce sus motivaciones reales, dado que su promoción proviene de impulsos, instintos que se ubican en el inconsciente. Y también tiene razón cuando afirma que la invención del individuo es algo relativamente reciente. Desde épocas primitivas, la sujeción del individuo a la tradición era imperiosa, dado que apartarse de ella podría poner en grave peligro a toda la comunidad. Así fue que: 

“…toda educación y cuidado de la salud, el matrimonio, la cura de la enfermedad, la agricultura, la guerra, el habla y el silencio, la relación entre uno y otro, y con los dioses, pertenecía al dominio de la moral…” (Aurora, 9).

Ciertamente para Nietzsche el individuo fue un invento reciente, apenas de la época del Renacimiento. Pero este reconocimiento no le impidió ver la continuación, hasta nuestros días, del predominio del “instinto de rebaño”, en esta que ha sido llamada la “era de las masas”.  El ansia de seguridad, siempre presente en las mayorías culmina en la aceptación de un pastor, líder o reformador,  que señala y define el camino incondicionado de todos. 

El siglo XX lo ha evidenciado trágicamente. Las palabras de Guillermo Federico II a sus soldados, cobraron vida y no sólo entre la soldadesca. Individuos otrora decentes, cultivados y religiosos, acabaron reconociendo sólo la voz del pastor y el calor del grupo, ilusionándose en reinos de abundancia y superioridad racial de mil años y aún más. Y cobraron ánimos para realizar los actos más abominables.  El caso del Nacional Socialismo ciertamente da la impresión de ser un fenómeno de un pastor y un rebañom con camisas pardas. Pero por más que se haya acercado a la cima del terror histórico, está muy lejos de ser un caso único de subyugación y seducción de las masas y de las almas. A Hitler se le llegó a comparar con Jan Van Leyden, líder de los anabaptistas, “responsable de un reinado de terror en el Münster del siglo XVI” (Michael Burleigh, El tercer Reich. Una Nueva Historia; Punto de lectura, México, D.F. 2005, p. 38). 

No tiene nada de agradable pensar que la especie a la que pertenecemos, está dominada, en su gran mayoría, por el instinto de rebaño. Pero, determinismos aparte (Freud, Marx, Pavlov), no podía ser de otra manera, ya que con anterioridad predominaba la idea de nosotros en el grupo o la familia, aunque ya se percibía que un individuo actuaba diferente estando solo. Solón, afirma Serge Moscovici, tenía la idea de que un ateniense solo, podía actuar como un astuto zorro, pero que en la asamblea “ya no se trataba más que de un rebaño de carneros” (La Era de las Multitudes. Un tratado histórico de psicología de las masas; FCE, México 1985, p.26). La misma expresión del historiador herético en la posición opuesta. El psicólogo de masas, Moscovici, aporta otros ejemplos en el mismo sentido. Afirma que el dramaturgo austriaco, Franz Grillparzer, pensaba que en lo particular el hombre era soportable, pero no en la masa, pues “se acerca demasiado al mundo animal”. También señala que entre los romanos se había concebido un proverbio ingenioso y acertado: Senatores omnses bonivire, senatus romanus mala bestia (cit. en ibid). Conocida también es la aversión de Voltaire frente a las masas, lo que marca una división insalvable entre él y el populismo romántico de Rousseau. Nietzsche desde muy joven mostrará su filiación con Voltaire, y su rechazo, tanto a Rousseau como a la revolución francesa, a la que consideró una “farsa sangrienta”. Benjamín Constant fue en esto un importante precursor de Nietzsche, al percibir los peligros que podían derivar de la desaparición del derecho divino de los reyes. Los derechos del pueblo serán asumidos por nuevos tiranos y tendrán la fuerza y emotividad de un mandato religioso. Las palabras de Constant son proféticas respecto a los fenómenos del siglo XX, de endiosamiento del pueblo a través de su supuesto representante más legítimo, el proletariado. Constant afirma que: 

“El pueblo que puede hacerlo todo es peligroso, y es cierto que la tiranía se apoderará de los derechos otorgados al pueblo. Le bastará declarar la omnipotencia del pueblo amenazándolo, y hablar en su nombre amordazándole” (Cit. En J.L. Talmon, Mesianismo Político. La Etapa Romántica;  M. Aguilar Ed. México 1960, p.289). 

De más está decir que el tirano secular, también reconoce con precisión cuál es el “mal mayor”, sin sombra de duda, como si se tratase de una verdad religiosa. El vacío espiritual que dejaba la recesión religiosa, debía ser llenado por algo de trascendencia equivalente. El “odium theologicum” y los conceptos de “herejía y anatema” (p.67), heredados por el cristianismo de la tradición judaica, recuperan toda su fuerza en el odio de la razón ante la injusticia en el mundo. Pero nuevamente como principio moral con un poder más elevado que el hombre (Burleigh, p.40). Por eso Robespierre, que creía en un Ser Supremo, reconoce en el escepticismo un pernicioso instinto y se dispone, nada menos que a fundar en la tierra el imperio de la razón, la justicia y la virtud. 

Milenarismo de tal calibre, en una época tan particular, sólo podía procurarse a golpes de guillotina. En el siglo siguiente la perseverancia humana se orientará a arrojar bombas como método ad hoc  para establecer la armonía universal (Cioran). 

En relación a la Historia de México, el historiador Krauze reflexiona  sobre las virtudes y los defectos que la Nueva España legó a México (sic). Aclara que “A aquellos tres largos y pacíficos siglos de siesta colonial”, debemos muchas bendiciones en el orden de los valores éticos, estéticos vitales y religiosos…” Entre otras bendiciones heredadas de la Nueva España, además de las diversas manifestaciones artísticas, el historiador señala: “la religiosidad del pueblo, enclave de cristianismo primitivo en el siglo XX hecho de fervor y piedad, de caridad y resignación”. (p.15).

Siendo que el pueblo de la Nueva España y el pueblo de México eran uno y el mismo al sobrevenir la independencia, resulta difícil pensar en la mecánica de tal herencia. En todo caso, la religiosidad, impuesta desde la conquista provendría de España como legítimo testador, por lo que España debería haber sido, antes que la Nueva España, “enclave del cristianismo primitivo”.

España es pues, responsable de la introducción del cristianismo en América, con todo su bagage de mitos, símbolos, relatos de hechos, historización de profecías e interpretaciones, tal como lo conocemos en todas sus variantes. Lo verdaderamente extraño es la imagen del cristianismo primitivo, como un grupo homogéneo, piadoso, e inmaculado, cuyas virtudes han atravesado los siglos, para venir a anidar en el corazón de nuestro pueblo en el siglo XX. ¿Se trata acaso de un nuevo milagro y de un nuevo pueblo elegido? ¿Se puede pedir mayor idealismo? Pero, ¿a qué le llama cristianismo primitivo? 

Nunca existió un movimiento cristiano uniforme, sino grupos, como la iglesia de Jerusalém, que se mantenían como parte del culto judío. Sobre esto, el Padre J.D. Crossan afirma: 

“Yo utilizo los términos cristianos y cristiandad, de la misma manera en que utilizo los términos esenios, fariseos, saduceos, o celotas.  Lo que observamos en el principio, son luchas intrajudías por el alma del judaísmo y el liderazgo de su futuro. Cada grupo podía referirse a otro utilizando nombres muy ofensivos “(John Dominic Crossan, Who Killed Jesus; Harper Colins, 1966, p.219). 

En el mismo sentido, el historiador Paul Johnson comenta que “Por lo tanto, desde el principio hubo muchas variedades de cristianismo que tenían poco en común” y cada Iglesia tenía su propia “historia de Jesús” (p.61). Entre los agnósticos, que no se sabe con precisión si precedieron al cristianismo o se desarrollaron a partir de él, algunos “eran ultra puritanos, y otros orgiásticos. Así, algunos grupos se apoderaron de la denuncia de la ley realizada por Pablo, para predicar la licencia total” (Ib). Unos y otros se apoyaban en la lectura de Pablo, pero diferían en la selección y énfasis de los fragmentos de los textos. Fueron entonces precursores de las polémicas doctrinales, en los siglos venideros, entre las corrientes cristianas principales, católicos y protestantes. Pero no se conformaron con lanzarse “nombres muy ofensivos”. También procuraron alcanzar la gloria eterna a través de métodos violentos y destructivos.

Para finalizar estos apuntes, no está de más citar al historiador Thomas L. Haskell, quien argumenta que, en su labor, el historiador debe evitar colocarse, de manera narcisista, como el centro de una visión del mundo. Debe tener la capacidad de ".... abandonar lo que sería deseable en su pensamiento, y de asimilar las malas nuevas, de descartar interpretaciones agradables que no pasarían las pruebas más elementales de la evidencia y la lógica, y, más importante aún, de suspender o encasillar las propias percepciones, lo suficiente como para ser comprensivos ante perspectivas extrañas, y posiblemente repugnantes, de pensadores rivales" (Cit. en Richard J. Evans, In Defense of History; Norton &.Cia., N. York 1999. p.219).
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